A unos metros, el barman agitaba una coctelera por encima de sus hombros; sobreactuaba la preparación de unos tragos para dos subveinte que lo miraban embobadas; cada tanto, preguntas y risitas sueltas saltaban de un lado al otro de la barra. Levanté mi brazo y le indiqué que me cobrara; el asintió sonriendo, sin dejar de sacudir los brazos.
Miré el celular, y sin proponérmelo comencé a jugar con los botones; recorrí el menú, y sentí curiosidad. Fui a la carpeta de mensajes; salí; fui al registro de llamadas realizadas; salí; vi los correos recibidos por Sabina en Hotmail...
—Cuarenta pesos —interrumpió el barman. Guardé rápidamente el teléfono en el bolsillo, como si me acabara de pescar haciendo algo indebido.
Busqué algunos billetes, saludé, y caminé rumbo a la puerta.
Salí a la vereda, y el ruido quedó atrapado tras las puertas del bar, dejándome solo en una noche silenciosa.
No tomé el camino hacia mi departamento. En cambio, caminé en dirección a Güemes apurado y perdido en mis pensamientos.
¿Qué le había pasado a Sabina?
Algunas sospechas tenía. Podía estar equivocado, desde ya, pero mientras el sargento me contaba lo sucedido, no podía dejar de armar la historia que explicaba ese desenlace.
Había algo claro: Sabina se había pasado de rosca. No creía posible que hubiese llegado a ese estado por atropellada, de un segundo a otro; no, no Sabina.
—Una caravana —murmuré, sintiendo que sabía con certeza lo que había ocurrido: había salido de caravana, una seguidilla de tres o cuatro días, derecho, sin escalas ni descanso; un rally frenético a fondo, sin tocar el freno nunca, ni por un segundo.
Sí. Sabina venía de una caravana cuando la encontró la cana.
Pero, ¿con quién? ¿con quiénes? ¿cómo la dejaron llegar a ese extremo? ¿o la llevaron a ese extremo? No eran amigos, no podían ser sus amigos. La imaginé corriendo semidesnuda por la calle, huyendo
—¿Huyendo? —me pregunté.
Eso parecía. ¿De quién? ¿de quiénes? ¿Por qué llevaba tanto encima, ella, que fue siempre tan cuidadosa?
Sabina no estaba sola en esto. Había más gente metida.
Apuré el paso con las manos en los bolsillos del pantalón. Mi puño derecho apretaba el teléfono celular; estaba ansioso, sabía que allí había pistas que me ayudarían a reconstruir las últimas horas de Sabina.
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