Caminé hasta Lacroze para buscar un taxi, y al poco rato ya estaba recorriendo el camino a casa a bordo de una cómoda van. El conductor era un hombre de unos cincuenta años, que repartía su atención entre el manejo y la música de The Wall que reproducía su equipo de alta fidelidad.
No era la mejor música para mí en ese momento, pero me pareció injusto alterar ese rato de placer del conductor, por lo que no dije nada, y me resigné a recordar.
La visita a la casa de Ricky me había llevado a otro tiempo, y al salir de allí, algo de esa época se había adherido a mi ropa como un fuerte olor a cocina.
Tengo miedo del encuentro, con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida.
Volver.
—Un tango de mierda —solía decir con bronca un amigo mío.
Aún rebotaba en mis oídos el saludo final de Ricky:
—Que bueno que estés de vuelta.
No es bueno volver.
—No hay que volver