III


Caminé hasta la puerta de la habitación soportando la mirada dura y fría de los dos policías. Uno era joven y robusto; el otro, no. Los dos tenían cara de cansados, el pelo sucio y la piel brillosa. Me detuve a poco más de un metro de ellos. Los miré callado, al tiempo que recordaba cómo solía detestarlos. Traté de que no leyeran eso en mis ojos, y enseguida dije:
— Soy Juan Shawn. Vengo a ver a Sabina Farías.
El mayor de los policías asintió
— No va ser posible -replicó-. Primero porque la señorita Farías está inconsciente, sedada; segundo, porque apenas se recupere, si es que sale de ésta, quedará incomunicada a disposición del juez.  El doctor regresa en una hora, él podrá darle más detalles de su estado de salud.
Me estaba boludeando. Me habían llamado para que fuera al hospital, algún motivo habría, supuse.
— ¿Cuáles son los cargos, sargento? -pregunté al tiempo que consultaba las tiras amarillas y mal abrochadas que llevaba sobre la manga derecha de su camisa.  
— Tenencia de estupefacientes para comercialización, resistencia al arresto, y alguno más que todavía no he pensado -retrucó el cana.
Dejé pasar unos segundos, y tiré una línea:
— Entiendo -dije.  Miré hacia el piso, y como si estuviera reflexionando comenté:
— Es una lástima que no pueda hacerse nada.
Los dos polícias permanecieron callados. Di un paso hacia atrás,  amagando con iniciar mi retirada,  y noté como el más joven consultaba al otro con los ojos, apurado. Ese gesto los delató, El sargento lo miró con bronca, y después giró su cabeza en mi dirección.
— Espere -ladró. Pero en lugar de dirigirse hacia donde yo estaba, comenzó a caminar por el pasillo en dirección opuesta,
— Venga conmigo -ordenó-. Y vos, Rinaldi, no te movés de esa puerta.
Lo seguí por el pasillo guardando poco más de un metro de distancia. Al llegar al final del corredor, cruzamos una puerta y salimos a un patio interno. Un espacio chico, apenas iluminado por una luz amarilla. La humedad del lugar resaltaba el olor a pis que flotaba en el aire.
El cana encendió un cigarrillo, y dio una pequeña vuelta por el patio, con la cabeza gacha, mirando al piso. Estaba pensando. Yo me apoyé contra la puerta y traté de escalar con mi mirada las paredes y encontrar el cielo de la noche. No lo logré; en el camino el policía habló:
— ¿Cuál es su relación con esta chica?
Era una buena pregunta, ¿cuál era, exactamente, mi relación con Sabina Farías? No tenía, en ese momento, un respuesta para dar
—  Soy su amigo.
El hombre detuvo su marcha lenta para mirarme con ojos cansados
— Su amigo -repitió, como sopesando mi respuesta- en ese caso debe ser un buen amigo, un amigo importante diría, para haberlo traído a usted a este quilombo...
Yo asentí, no quería interrumpir su discurso, la inevitable introducción a los hechos, lo que había pasado. El policía dio una última pitada al cigarrillo antes de dejarlo caer al piso y de aplastarlo con la suela de su zapato; luego retomó su ronda diciendo:
— Encontramos a la señorita Farias hace algunas horas, cerca de las cuatro de la tarde, corriendo por la calle Juan B. Justo. Llevaba la blusa abierta, su cartera, un par de zapatos, y nada más. Fue difícil detenerla, estaba fuera de sí -dijo mostrándome unos rasguños en el antebrazo-. En su cartera encontramos muchas pastillas, algo de marihuana, y una bolsa con mucha cocaína.
— Mucha -remarcó.
Asentí gravemente, como indicando que comprendía lo que me estaba contando, al tiempo que reconocía la angustia apretándome el estómago.
— Sí, está en una situación difícil su amiga.
El policía nuevamente detuvo sus pasos, y giró para quedar parado frente a mí. Inclinó levemente su cabeza hacia un lado mientras me miraba, como si estuviera evaluando algo. 
— En el patrullero, la señorita tuvo una convulsión -continuó diciendo- por eso la trajimos aquí directamente, sin pasar por la comisaría. La ingresamos en la guardia como una enene, ¿sabe? le inyectaron un calmante fuerte y algo más, no sé qué, pero creo que la hicieron zafar. Antes de dormirse murmuró su nombre.
— Yo soy el que lo llamó -me aclaró- y el que tiene la cartera -concluyó.
Me miró como esperando una respuesta. Repasé lo que me había relatado mientras observaba su cara; vi como sus ojos que me escrudiñaban
— Ojos de cana -pensé.
— ¿Entonces?
— Entonces... la pregunta que me hago es cuán buen amigo de la señorita es usted...
Estaba claro, no iba a decir una palabra más sin saber dónde estaba parado. Yo no tuve dudas
— ¿Cuánto? -solté.
— ¿Cómo? -replicó el policía. Dio un paso hacia adelante y repitió
— ¿Cómo? ¿qué dijo?
— Cuánto.
El policía sonrió. Retomó su ronda moviendo su cabeza al ritmo de sus pasos lentos.
— Cincuenta lucas.
— Imposible -contesté enseguida.
— Cincuenta lucas, o comienzo el papelerío.
— No -respondí.
El cana me clavo sus ojos amarillos y marrones.
— Eso no le conviene a nadie -razoné.
— A mi me importa un carajo su amiga -me recordó con asco.
— Por esa guita lo arregla un abogado.
Yo hice un cálculo rápido: cuánto tenía, cuánto podía conseguir, y le resté un poco
— Quince.
El cana hizo un chasquido con su boca, escupió al piso, y luego se acercó hasta quedar a centímetros de mi cara.
— Andá a cagar, boludo. Quiero ver si cuando tu amiguita esté en cana le contás que le pusiste precio a su libertad.
Me corrió con su brazo, y con un empujón abrió la puerta para regresar al interior del hospital.
— Veinte- grité.
Escuché como la puerta se cerraba detrás de mí. Y después nada más.
Me quedé parado unos minutos en ese patio, esperando, pensando, haciendo números, pensando que le iba a decir a Lucía, tratando de imaginar que le había pasado a Sabina, cómo había llegado hasta ahí. 
Finalmente empujé la puerta y comencé a caminar por el pasillo. Podía ver sobre mi derecha, unos metros más adelante, al policía viejo conversando con Rinaldi. Me acerqué con paso firme, con la mirada fija en la puerta de salida.
— ¿Quién era el que conocía a un buen boga? -intenté recordar- ¿el Gato?
Al llegar a la puerta de la habitación, el cana dio un paso hacia adelante, obligándome a detenerme.
Esta vez decidí no mirarlo. Me quedé callado
— Treinta-dijo- y no se habla más. Tenés tiempo hasta el domingo a la noche. 
— Más no lo puedo estirar porque me embocan un juez.-agregó.
Acepté con un movimiento de cabeza. El policía se apartó de mi camino, pero yo permanecí en mi lugar.
— Quiero verla -dije.
Los canas de miraron: Rinaldi levantó los hombros e hizo una mueca.
— Dale, pasá -dijo el otro- tenés cinco minutos.

5 comentarios:

  1. Muy, muy bueno. Ya me enganché con la historia. Buenos personajes. Bien definidos.

    Me gusta lo que se está armando!

    ¿Puedo darte un consejo? Tratá de no usar gerundios. En lugar de decir "Estaba pensando", decí "Pensaba". Se lee mejor, usás menos palabras para decir lo mismo y, por sobre todo, suena más real. Fijate. Si te sirve, tomalo. De todas formas, está más que bien.

    Espero estés bien.

    X

    n.,

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  2. Buenísimo, Michi.
    Gran comienzo.
    Me alegra que estés de vuelta.

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  3. Por supuesto, N! bienvenido este consejo y los que vengan!

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  4. Me gusta que se llame Sabina. Cuando era pequeña pensaba que si tenía una hija iba a ponerle así. Ja. Ya despertó mi instinto maternal el personaje de esa chica y quiero entrar a esa habitación de hospital y comprender qué le pasó.

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