XV


Caminé hasta que me detuvo la angustia. No se me ocurría a dónde ir. Parado en la esquina miré, desorientado, en todas las direcciones, y continué unos treinta metros para entrar en un bar que queda a mitad de cuadra, sobre Ugarteche. Me ubiqué en una mesa pegada a la ventana, acomodé el abrigo sobre el respaldo de la silla y pedí un café.
En la tele mostraban los restos de un taxi que se había incendiado luego de estrellarse contra un poste de luz en Araoz y Las Heras, a pocas cuadras de ahí. 
La imagen de los hierros retorcidos rebotó contra mí. Me sentía un zombie, vacío y distante.
Miré entristecido a través de la ventana; íntimamente sabía que era mi pasado lo que me limitaba: cualquier amigo podría conseguir veinte lucas prestadas sin demasiado esfuerzo. Amigos, familia... alguien siempre podría hacerle ese favor.
Los otros ven, uno cree que no, pero los otros ven.
Pasada la línea del consumo ocasional, de lleno ya en el terreno del hábito, muy pronto uno se vuelve desprolijo. Comienzan a dejarse marcas por doquier, cada vez más seguidas, más visibles, hasta finalmente la adicción queda a la vista de todos, desnuda.
Y lo primero que un adicto pierde, es la confianza. No es culpa de nadie, es simplemente así: no posible creerle a un adicto.
Nunca.
Y con la confianza, desaparece el crédito. Nadie le presta dinero a un adicto.
Nadie.
Es parte del deterioro natural que ocasiona una adicción. De alguna manera, elegir la droga como compañía es optar por estar solo.
El mozo dejó el café sobre la mesa y me cobró en el acto porque estaba terminando su turno. Tenía los ojos  cansados y la camisa arrugada. Le dije que guardara el cambio, y me agradeció con alegría.
Bebí el café lentamente.
Recordé al Mágico, uno de mis mejores dealers, posiblemente el mejor, quien me abandonó luego de algunas advertencias. Los dealers no tienen códigos, compran y venden, y en el inbetween, se la juegan. Sin embargo, en nuestro último encuentro me preguntó:
—¿Para que querés tanto?
—Es que somos un montón...
Me miró contrariado, escupió a través del hueco de la ventanilla, y dijo
—Te lo vengo diciendo hace un montón, estás tomando mucho.
—Pero no, en serio, no es todo para mi, lo que pasa es que organice una reunión en casa, vienen muchos amigos...
Hubo un silencio largo, y los ojos del Mágico se clavaron en el infinito
—Dijiste lo mismo la semana pasada —hizo una pausa, y agregó
—Bajate, Juan.
—Pero pará, ¿qué te pasa?
Saqué mi billetera del bolsillo y quise mostrarle los billetes, entonces soltó una cachetada que me dejó mudo.
—Pero que hacés, adicto de mierda! Bajate ya de mi auto. 
Me baje del auto sin creer lo que estaba ocurriendo. El Mágico se estiró por sobre el asiento, y antes de cerrar la puerta dijo:
—Hacete tratar, Juan, necesitas ayuda. A mi no me llames más.
Me quedé parado en la esquina un largo rato, como un zombie, sin saber que hacer, ni a dónde ir.
Fue la primera vez que me llamaron adicto. Y la primera puerta que se me cerró por esa condición: asi es, el Mágico era un dealer que no le vendía a adictos, no por una cuestión moral -lo supe luego-, era una decisión fría, estrictamente de negocios: en su experiencia los adictos no eran clientes confiables, a la larga terminaban complicándole la vida.
En al tele la cámara enfocaba a la mujer del chofer del taxi. Lloraba desconsolada mientras un policía la sujetaba tibiamente, intentando evitar que se acercara al cuerpo de su marido muerto. Hay piñas imprevistas, y otras que se ven venir. Gente repleta de morbo que mira con emoción los hierros arrugados, y otros que cierran los ojos con dolor cuando se escuchan las frenadas premonitorias.
Me puse de pie y fui hasta el baño a lavarme la cara.
¿Cuanto tiempo lleva dejar el pasado atrás?
—A algunos más que a otros —me respondí.
Salí del bar con paso lento.
¿Conseguiría alguien que me prestara el dinero?
¿Conseguiría alguien que confiara, nuevamente, en mí?

XIV


Salgo al balcón y siento el aire frío de la mañana. En el edificio de enfrente, una señora riega sus plantas envuelta en una bata color violeta; lleva un pañuelo verde en la cabeza y anteojos negros.
Cierro el ventanal, corro las cortinas, y doy me dia vuelta. Cruzo el living y, camino al dormitorio, tomo mi billetera del aparador y cuento los billetes que obtuve ayer del cajero. 
Cuatro mil, tengo cuatro mil pesos y monedas.
Entro al cuarto y abro el placard, estiro el brazo hacia el fondo y busco a tientas entre la ropa, hasta que mis dedos encuentran una billetera vieja de cuero. Retiro el brazo del estante. Miro la billetera; sé que hay dos mil dólares. Debería haber dos mil dólares. Cuento veinte billetes. Perfecto.
Dos por cuatro, ocho. Ocho y cuatro, doce.  Faltan veinte lucas. Me, faltan veinte lucas.
Guardo el fajito de pesos en la billetera y la vuelvo a colocar en su lugar, detrás de la pila de camisas del primer estante.
Me siento en la cama y pienso:
—¿A quién puedo pedirle el resto?
El problema es el tiempo, el maldito fin de semana complica mucho las cosas: necesito alguien que tenga esa cantidad en su casa en este momento; y que además no me haga muchas preguntas.
Agua.
Me pongo de pie y salgo del cuarto. Busco las llaves de casa, el telefonito, la billetera, tomo la campera del perchero, y salgo del departamento.
Bajo del ascensor con la mente en blanco. No se me ocurre nadie.
Llego a la vereda y miro hacia a la izquierda, luego hacia la derecha. Subo el cierre de mi campera, coloco las manos en los bolsillos, y comienzo a caminar.
Sé que algo se me va a ocurrir.

XIII

Me despierta el olor a café caliente. Abro los ojos y giro sobre la cama, y desde allí miro a través del marco de la puerta. Veo algo de luz, escucho la voz Lucía cantando una canción a los mellizos mientras prepara el desayuno.en la cocina, y sonrío. Estoy vivo.
Repaso mis últimas horas 
—¿Qué estoy haciendo?
Me quedo en la cama unos minutos mirando el techo, y finalmente me pongo de pie y camino hasta el baño a darme una ducha. 
Cierro los ojos y recibo el chorro caliente de agua sobre mis ojos quiero sentir el calor y el vapor subiendo libremente por mi nariz. Después de algunos minutos doy media vuelta, y dejo que el agua caiga con fuerza sobre mi espalda.
Salgo de la ducha, me envuelvo en un grueso toallón y me siento sobre la tapa del inodoro para seguir aspirando el vapor, antes de que se condense, y se pierda y que no queden, entonces, más motivos para permanecer dentro del baño.
Busco en el placard  un jogging, una remera de manga larga, medias y unas zapatillas viejas y me voy vistiendo por el pasillo. Al llegar a la cocina, Lucía aplaude:
—¡Miren quién llegó! ¡Papá!
Y los mellizos sonríen, saltan en sus sillas y agitan sus bracitos y sus piernitas. Antonio tira su mamadera al piso, Tobias comienza a masticar su babero. Me acerco a Lucía, la rodeo con mis brazos y la beso en el cuello. Ella me acaricia suavemente la mejilla.
—¿Pudistes descansar? —asiento. Luego me agacho, levanto una mamadera del piso, y me siento en la mesa a desayunar.
Pruebo el café en silencio, y cierro los ojos, sé que Lucía me está mirando mientras se prepara una tostada con mermelada.
—Está muy rico —digo con una sonrisa. Ella asiente, deja la tostada sobre el plato, apoya los brazos sobre la mesa, y me mira
—¿Estás bien?
—Sí, sí, algo dormido todavía. Pero estoy bien.
—¿Cómo te fue ayer con Fernando? volviste tarde...
—Sí, se hizo tarde, quise acompañarlo todo lo que pude. No lo vi bien, ¿sabes?
—¿Pero qué pasó esta vez? —en su tono se filtraba el tedio de una situación muy repetida.
—No sé bien, viste como te cuenta las cosas Fernando, empezaron a discutir por una cosa, y terminaron a los gritos, y con Guada llorando encerrada en el baño. No salió hasta que Fernando hizo un bolso y se fue del departamento. Está parando en un depto que tienen los padres.
Lucia me miró apenada
—¿Pero por qué no se separan de una vez por todas? —se preguntó, impaciente.
—Porque les debe resultar muy doloroso —propuse.
—Bueno, pero así no pueden seguir...
—Y no, así no pueden seguir —confirmé.
Un rato más tarde, mientras Lucía se duchaba, yo cuidaba a los niños y me preguntaba cómo seguir. Pero a veces el azar resuelve algunas cuestiones por uno, minutos más tarde Lucía se asomó por el marco de la puerta del cuarto y me dijo:
—Me olvidé de avisarte, hoy Alejandra le festeja el primer cumpleaños a Rodrigo en el country, ¿Te dan ganas de venir?
La miré cómo si me estuviese haciendo una broma
—Me imaginé —continúo riéndose—¿El auto no lo necesitas, no?
—No
—Ok, volveremos a la tardecita...
Yo asentí.
Esas horas valían oro, tenía que aprovecharlas al máximo. Dos cuestiones daban vueltas por mi cabeza: conseguir la plata que me faltaba, y explorar  el celular de Sabina hasta el último recoveco en busca de más pistas.
 

XII

El espejo me devuelve la imagen de mi cara delgada, blanca y violácea, con los pómulos marcados y los labios secos. Tengo un pequeño derrame en mi ojo izquierdo, y algo de sangre seca en la base de la nariz. La mandíbula me tiembla mientras me miro en el espejo; intento controlarla, y no lo logro.
Un zumbido constante me acompaña mientras deambulo por mi departamento. Me traslado con dificultad de una habitación a otra, sin saber bien por qué. Es media mañana y hace minutos bajé las persianas de todas las ventanas.
Me siento débil, con hambre pero sin ganas de comer.
Estoy agitado. Me cuesta respirar sin suspirar.
Regreso al baño y me miro nuevamente en el espejo. Me veo blanco y flaco.
—Tengo que dormir.
Tomó un relajante muscular y una pastilla para dormir.
Voy al escritorio y me siento a navegar por la web.
Youtube, mucho youtube. Sobre la mesa hay un plato con una montañita de coca.
Bueno, una más y me voy a dormir.
Separo unas líneas y las aspiro una detrás de otra.
Google.
—¿Qué puedo buscar?
Mis dedos tiemblan sobre el teclado; cada vez debo acercar más la cara al monitor para poder ver con claridad.
Vuelvo a youtube.
Alisto otras tres rayas. Aspiro la primera con dificultad: apenas logra abrirse paso a través del pegote que ocupa el canal nasal. Repito la operación por la otra ventanita de la nariz, con idéntico resultado.
Siento que el corazón va a salirse de mi pecho. Me pongo de pie y camino lentamente hasta mi habitación.
Me acuesto sobre la cama y escucho el rechinar de mis dientes. Tengo la naríz totalmente tapada, y comienzo a respirar por la boca, en forma entrecortada. Mis venas retumban en mis oídos. Por detrás, el zumbido continúa.
Todo es un gran latido. 
Mi pecho es como un bloque de piedra, en el que es imposible que entre el aire.
Estoy inmóvil en mi cama. A pocos metros, a un costado sobre el piso, veo mi celular, pero no logro estirar el brazo para alcanzarlo.
Me estoy ahogando.
Miro inútilmente a través del marco de la puerta de mi cuarto, sé que no hay nadie más en el departamento. Me doy cuenta que me voy a morir.
Un pinchazo terrible perfora el costado izquierdo de mi pecho y yo salto sobre el colchón con un alarido desgarrador y mortal, como si desde abajo de la cama me hubiesen atravesado con una lanza.
Cierro los ojos y escucho como mi aullido retumba en la habitación.
Es el fin.
En ese momento, alguién me toma por los hombros y me sacude sobre la cama
—¡Juan! ¡Juan!
Abro los ojos, y me encuentro con los ojos de Lucía que me miran llenos de amor. Me abraza, y aprieta su cabeza contra mi cara sudada. 
—Tuviste una pesadilla. ¡No sabés como gritaste! Me asusté...
Mi garganta está cerrada con arena.
Asiento.
La rodeo con mi brazo y la aprieto fuertemente contra mi cuerpo frío.
—¿Que soñabas?
Callo.
Miro el cieloraso.
Pienso.
—No sé, estaba corriendo por una galería,  y de repente me caía por el hueco de unas escaleras, despacio, como en cámara lenta...
Lucía pasa su mano suavemente por mi pecho, con un ir y venir reconfortante, y con la otra mano me acaricia la cabeza.
Mi respiración comienza a recobrar su ritmo normal.
Dejo escapar un suspiro profundo, hundo la cabeza en la almohada, y cierro los ojos.
No hay dudas.
Volví.
Felicitaciones.

XI

Caminé hasta Lacroze para buscar un taxi, y al poco rato ya estaba recorriendo el camino a casa a bordo de una cómoda van. El conductor era un hombre de unos cincuenta años, que repartía su atención entre el manejo y la música de The Wall que reproducía su equipo de alta fidelidad.
No era la mejor música para mí en ese momento, pero me pareció injusto alterar ese rato de placer del conductor, por lo que no dije nada, y me resigné a recordar.
La visita a la casa de Ricky me había llevado a otro tiempo, y al salir de allí, algo de esa época se había adherido a mi ropa como un fuerte olor a cocina.
Tengo miedo del encuentro, con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida.
Volver.
—Un tango de mierda —solía decir con bronca un amigo mío.
Aún rebotaba en mis oídos el saludo final de Ricky:
—Que bueno que estés de vuelta.
No es bueno volver.
—No hay que volver —me recordé.
Y sin embargo, allí estaba, de vuelta, y con un enorme miedo de estar cometiendo un gran error.
El chofer detuvo la marcha y encendió una luz, habíamos llegado. Busqué algunos billetes en mi saco, tomé las llaves mi casa, pagué el viaje y salí del auto.
Entré al departamento en silencio, dejé los zapatos junto a la puerta y caminé por el pasillo en dirección a la habitación de mis hijos. los dos dormían en completa paz. Me quedé un rato largo mirándolos, y deseé que nunca les pasara nada, que estuvieran siempre a salvo de toda la mugre que había allá afuera.
Luego acomodé sus mantas, entorné la puerta, y fui hacia mi habitación, dejando encendida la luz del pasillo.
Me desnudé en la oscuridad mientras escuchaba la respiración suave de Lucía en la cama. Me metí entre las sábanas, y mantuve los ojos abiertos. Estaba cansado pero no tenía sueño. Tenía mucho en qué pensar.
—¿Cómo te fue? —murmuró Lucía entre sueños, al tiempo que giraba sobre la cama para abrazarme.
—Ahí fue —respondí— mañana te cuento. Descansá.—le susurré mientras acariciaba su cabeza.
Ella asintió sobre mi pecho
—Te quiero —dijo, y luego se quedó dormida.