IX

Me bajé del taxi y sin perder un segundo caminé por el pequeño camino de piedra que lleva a la puerta de la casa de Ricky, sin querer pensar en el tiempo que había pasado desde la última vez que había estado allí. Al llegar a la entrada me detuve y escuché algunas voces; la puerta se abrió, y me encontré a Ricky despidiéndose de unos amigos.
Sus voces eran agudas y se mezclaban con pequeñas carcajadas y grititos. Eran dos trasvestidos y tres patovicas jóvenes con musculosas de colores brillantes; la sorpresa que tuvieron al verme los callo por unos segundos, sólo hasta que Ricky los hizo a un lado de un empujón, y con una sonrisa enorme y una voz llena de excitación, gritó:
—¡Juan! ¡Juan! ¡No puedo creerlo! —exclamó al tiempo que me rodeaba con un gran abrazo.
—¡Ay! —gritó uno de los trasvestidos, el que parecía mayor— ¡con razón nos echaste!
Hubo un coro de risas, algunas miradas pícaras, y Ricky mirando detrás de mí
—¿Y Sabi?
Fingí una sonrisa, y traté de que mi respuesta sonara natural:
— Ya viene, ahora te cuento.
La sonrisa congelada en la cara de Ricky, el desconcierto de sus pupilas dilatadas, y la manera rápida con la que arrió a sus amigos hacia la salida, me anticipó que había fallado en mi intento.
Los amigos recorrieron el camino de piedra escoltados por Ricky, y antes de llegar a la vereda el trasvestido mayor giró, y guiñando su ojo me dijo:
—¡Chau, lindo!
Me despedí de ellos levantando mi brazo, y esperé a Ricky para entrar a la casa.
Ricky cerró la puerta, paso llave, giró, y con la espalda apoyada contra la puerta blanca, preguntó
—¿Qué pasó, Juan?—su cara había cambiado, y su voz era grave y baja. Yo sabía que hay preocupaciones que logran imponerse al efecto de las drogas, como si fuera posible, a veces, salirse de ese sopor ante una señal de peligro; a Ricky se le había pasado todo, y ahora me miraba temeroso.
— Sabina está internada —respondí. Ricky se llevó una mano a la cara, y se quedó congelado con un gesto de horror.
— Está fuera de peligro ahora —agregué, para intentar tranquilizarlo.
—¿Pero qué le pasó, Juan?
—No sé bien, Ricky, la encontró la policía perdida en la calle, muy pasada, tuvo un ataque camino a la comisaría, la entraron con convulsiones al hospital...—creí que él iba a llorar. Di un paso hacia adelante, y llevé mi mano a su hombro.
—Vengo de ahí. Está en el Fernández. Ahora está sedada.
Ricky se llevó la mano a la boca, me apartó con un brazo y corrió hacia la cocina. Lo seguí, pero me detuve al verlo que se abalanzaba sobre la pileta para vomitar.
Luego abrió la canilla, dejó correr el agua, se lavó la cara y me dijo:
—Tengo que sentarme.
Fuimos hasta el living, y se dejó caer sobre uno de los sillones. Unas luces naranjas y amarillas se mezclaban sobre las paredes en un suave collage. De fondo podía escucharse una música árabe. Sobre la mesa ratona había una inmensa pipa de agua, varios vasos, una botella de whiskey vacía, y una bandejita plateada con dos billetes y algo de coca. Me quedé parado contemplando esa foto, y un hilo amargo y largo recorrió mi garganta; de pronto, cerré los ojos y estornudé fuertemente. No veía coca hacía años. Aparté la vista de la mesa, y seguí a un haz de luz multicolor que cruzaba el espacio para proyectar una versión de “El aprendiz de brujo” sobre la pared más lejana del living; a un lado, sobre un sillón de cuero blanco, un travestido y un patovica dormían abrazados.
Ricky estaba en silencio, y se tapaba los ojos con una mano.
Creí que lo mejor era darle unos minutos para que pudiera asimilar la noticia y estabilizar el cocktail de emociones que debía estar agitándose dentro suyo.

1 comentario:

  1. Vamos para atrás en el tiempo?
    Copado!

    Muy buen cap, Loon.

    Buen viernes ;)

    muá!

    n.,

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