I

Ese viernes llegué a casa temprano y de buen humor. Dejando la oficina definitivamente atrás, cambié el traje por unos jeans;  jugué un rato con los mellizos, preparamos la cena con Lucía, y luego acostamos a los niños, cuidándonos de dejar encendida  la luz del pasillo.
Mientras Lucía entraba a la ducha, yo caminé hasta el living a preparar los tragos. Abrí apenas el ventanal que da al balcón, apagué algunas luces, cambié la música,  y me senté en el sillón a esperarla.
Afuera la noche estaba teñida de amarillo.
Desde el fondo del pasillo llegaba el murmullo del agua cayendo sobre la bañera. Bajé el volumen del equipo y me dispuse a prestar atención al momento en que ese sonido desapareciera, a disfrutar de los segundos que a partir de allí restarían para que Lucía apareciera en el living con su pelo mojado, y se sentara en el sillón a mi lado, envuelta en su toallón blanco.
Nada de eso finalmente ocurrió.
En cambio, mientras esperaba que el agua dejase de correr, sonó mi teléfono. Extrañado, miré la hora en la pantalla del celular antes de tomar la llamada: eran casi las once. Presioné un botón y dije hola con voz grave.
No hubo un saludo de respuesta, sólo unas preguntas de rutina, unos pocos datos, y algunas instrucciones.
Corté. Me senté, y dejé el teléfono sobre la mesa, cerca del equipo de música.
Era la policía.
Me informaban que habían detenido a Sabina Farías. Que antes de desmayarse, había pronunciado mi nombre. Que estaba internada en el Fernández por una sobredosis. Que su estado era crítico. 
      Estrellita -me dije.

Demoré en ver a Lucía parada frente a mí, envuelta en su toallón blanco, mirándome llena de preocupación. 
      Era Fernando. Parece que se separó de nuevo.
      Sonaba muy mal -agregué.
Ella se acercó y me acarició la cabeza
 — ¿Querés ir a verlo?
Demoré un poco la respuesta, y finalmente dije:
 — Sí, creo que sí.
Ella asintió, me acompañó hasta la puerta y me besó cerca de los labios.
Salí a la calle con un nudo en la garganta.
Comencé a caminar buscando un taxi, pero muy pronto mis pasos se convirtieron en una carrera despareja; cada tanto me detenía para tomar algo de aire, para secarme las lágrimas y la transpiración, o para intentar orientarme y recalcular las cuadras que faltaban hasta el hospital.
Los recuerdos volaban desordenados. Había pasado mucho tiempo, ¿cuánto? ¿Seis, siete años? No, no tanto; pero me costaba recordar, se me mezclaban las imágenes, las caras, los nombres.
 — Fue una época confusa –me dije.
Retomé la marcha con más fuerzas. Íntimamente presentía que la vida de Sabina dependía de eso.

2 comentarios:

  1. Me mata ese título.
    Tarde, pero seguro, acá estoy empezando la lectura.

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  2. Florecitas!!!! que bueno verla por acá!!!

    Loon

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